Revista semanal por Internet INDIO GRIS
Nº 359 - AÑO 2008 - JUEVES 7 DE FEBRERO

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INDIO GRIS Nº 359

AÑO VIII

 

ASÍ HABLÓ ZARATUSTRITA EN 1978

HACE TRES DÉCADAS, 30 AÑOS

 

Querido:

Giros de viento, o bien, ráfagas de pequeños corpúsculos acerados hacia la muerte, desviaron nuestro destino.

Somos, desde hace dos años, extranjeros a todo.

Iremos perdiendo con el paso de los días la calidez de nuestra mirada, aquel calor, ardiente en nuestros ojos, cuando vivíamos en una tierra, cuyos olores en plena primavera, olían, el olor de nuestro cuerpo.

Éramos, antes de la catástrofe, antes del estallido en mil fragmentos, personas normales. Médicos, amantes de la libertad. Escritores, amantes de la libertad.
En fin, en general, éramos sórdidos amantes de la libertad.
Señoras y señores, padres e hijos de familia y teníamos un porvenir asegurado.

Un poco de locura, nos decíamos, a nadie le hace mal. Y nos encerrábamos en grandes alcobas solitarias, para decirnos que la locura era contagiosa y nos reíamos y buscábamos el sol, entre las piernas de nuestras mujeres, y éramos felices. Y mientras éramos felices nos dimos cuenta de que buscar el sol, era para encontrarse empecinadamente con la noche.

Amar el sol era también amar la terquedad de su dialéctica. Aparecer y desaparecer. Encuentros luminosos para, después, sumergirse cada vez más profundamente en el vacío de la noche.

Alguna ausencia inesperada, algún cuerpo pudriéndose repentinamente bajo el sol, marcaban el paso de los años.

De decepción en decepción, nos fueron enseñando que nada teníamos. ¿Para qué hablar? entonces nos decían, ¿para qué pedir?

Y nos fueron encerrando en nuestro propio cuerpo, y en nuestro propio cuerpo fueron marcando a fuego sus tablas de la ley y sujetados
por la increíble ilusión de no morir, casi nos matan.

Un fuerte y helado silbido nocturno, para siempre. Una incuestionable noche sin fin. Una detención brusca y mortal -insostenible para nuestro cuerpo-, en manos donde habíamos entregado nuestra vida, para no morir.

Ser esclavos, quedaba claro, no era suficiente. Y, entonces, fue el temblor, un temblor cósmico, más allá de nuestra razón, más allá de nuestra locura.

Más allá de todas las palabras pronunciadas y, sin saber qué hacer, temblorosos entre los escombros, nos tocó zarpar.

Y zarpar fue estallar en mil fragmentos de oro líquido por el mundo.

Y zarpar fue no poder volver nunca al mismo sitio, no poder volver nunca al mismo tiempo.

Si algo buscamos, buscamos todo lo que nos falta, no sólo el inconsciente. No sólo los tibios perfumes de nuestra infancia. No sólo el aleteo fugaz de un deseo prohibido. Queremos tener, entre nosotros, toda nuestra vida.

Un cuerpo hecho a los avatares de los destinos, una palabra, más cerca de la sangre que de las palabras.

Entre nosotros, queremos tener -como la flor azteca creciendo en el desierto, como una incierta luz, en plena oscuridad- algunos versos inolvidables.

Sabemos, sin embargo, que vivir siempre es un proyecto delirante.

Todo está bien y todo está mal.

La mujer, el hombre, debate su ser entre las pocas palabras que conoce.

Una especie de pequeña oración en medio del tumulto. Un pequeño dios a punto de morir, contra la inmensidad de las partículas atómicas,  creciendo por doquier.

El sangrante búfalo de plata a punto de extinguirse, última manada de luz, al borde del fusilamiento. Al borde propio de pronunciar sus propias palabras: Estamos. Fuimos lo que muere del hombre. La soledad.

 

Hasta el jueves.                               

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