ASÍ HABLÓ ZARATUSTRITA EN 1978
			
			
			HACE TRES DÉCADAS, 30 AÑOS
			
			 
			
			Querido:
			   
			
			DESPUÉS DE LA MUERTE 
			
			
			En el refugio de la noche
			la vida se desplaza levemente.
			Tan 
			soberbio
			tan espectacular era el poema entre las sombras,
			que no me alcanzará para escribirlo,
			ni la mañana ni la noche
			ni el resto de mi vida. 
			Navego, 
			como navegaron los grandes navegantes, 
			a ciegas,
			con el pulso detenido por la emoción de cada instante, 
			oliendo tierra firme en todas direcciones 
			y, así,
			otra vez el mar y el profundo cielo permanentemente.
			Vientos perfumados
			y peces enloquecidos por el hambre, festejan 
			la inminencia de un nuevo fracaso. 
			Nadie 
			ha de morir en ese olvido,
			surgen, fortalecidas
			por el odio de seguir buscando, 
			imprecaciones y blasfemias.
			Capitán del hastío,
			siempre buscando tierra firme,
			siempre encontrando abiertos mares y perfumes,
			cerrados océanos. 
			Con la 
			soberbia de un hombre encadenado
			y libre,
			un día terminaré gritando entre tus brazos:
			yo maté a Dios, quiero la recompensa,
			y, seguramente, alguien me dará 30 dineros
			y mi locura seguirá avanzando sobre todo. 
			Viene 
			del sur, dirán, es un desaforado.
			Anguila escurridiza y voraz,
			eléctrico perfume entre las piedras,
			palabra desmedida, es el poeta. 
			Vengo 
			para que conmigo muera lo último.
			Más allá de la nada, comienza mi camino. 
			Un 
			hombre es a otro hombre, su poeta y el Otro.
			Olímpico destino y, a la vez,
			embalsamada furia detenida.
			Contraste primordial entre mi ser y el mundo. 
			Un 
			hombre es a otro hombre, su mirada y el cielo.
			Paloma mensajera y, a la vez,
			nostálgico asesino entre las sombras. 
			Entrecortado canto poblado de silencios. 
			Un 
			hombre es a otro hombre, la muerte y su milagro. 
			Intento 
			arrancar la venda de mis ojos,
			doy duros golpes en el propio centro del timón,
			para desviar el rumbo, y no consigo nada.
			Fumo cigarros y bebo alcoholes fuertes.
			Dibujo, entre los ojos de la mujer que amo,
			la posibilidad de un nuevo recorrido,
			y frente a esa mirada maravillada por mi terror
			rompo el sextante y la pequeña brújula marina,
			y en el corazón pleno de la niebla
			-en el comienzo de este nuevo final-
			arrojo como si fueran desperdicios
			mis últimos recuerdos al mar
			y beso tus labios. 
			Tierra 
			firme
			y nuestro barco se retuerce entre las olas,
			movimientos desesperados a punto de naufragar
			son el movimiento de nuestros cuerpos.
			Babas y leches
			se confunden con el torrente de aguas marítimas
			y algas
			y brillantes moluscos como perlas,
			sacrificados a un dios. 
			Mar 
			abierto
			y nuestro barco encalla
			en los afiebrados latidos de tu corazón,
			tambor entre los leves murmullos de la selva.
			Indómito
			-salvaje anidando en la maleza-
			arranco tu sexo de la tierra, violines de la música, 
			movimientos como puñales clavándose en el cielo. 
			Antes 
			de comenzar mi nuevo camino, 
			trato de señalizar el punto de partida.
			Arranco desde donde el hombre se debate 
			en los brazos sangrantes de la nada. 
			Yo soy 
			ese hombre,
			mordido por la vida humana a traición,
			enajenado en el entontecido ritmo del reloj, 
			enloquecido por el palpitante ruido de las máquinas,
			ensombrecido por la lujuria de los dioses asesinos
			-hombres solitarios y, también, hombres habitados-,
			y, sin embargo, doy mi primer paso.
			Pequeño paso,
			no emprendo veloz carrera hacia las tinieblas,
			porque soy un hombre atemorizado,
			que ya no sabe si su próximo paso
			será marca o nivel de otros pasos humanos
			o el callejón sin salida de su muerte. 
			En los 
			pasos siguientes, me desorienta
			ver mi nombre en el nombre de las calles,
			indicando la dirección deseada.
			Brutal encuentro conmigo mismo y sigo andando,
			porque seguir andando hacia otro descubrimiento cada vez,
			después de los primeros pasos, se hace costumbre.
			Y, sin embargo, uno también se dice: aquí me detendré.
			Detrás de mí, sólo montañas,
			y sembraré esa tierra
			y atraeré con mi canto el agua de la lluvia
			para que todo florezca y se reproduzca
			y lo femenino sea ley del amor,
			manzana delirante sin pecado,
			y en ese paraíso viviré, tranquilamente, un tiempo.
			Después, algún humano habitante de la nada de Dios
			intentará colonizarme y tampoco habrá guerra. 
			Cuando 
			se sequen las flores,
			cuando se pudran definitivamente los frutos,
			porque ya no hay amor en su cuidado,
			daré otro paso más,
			pequeño paso conmovido como aquel primer paso,
			y así, seguramente, veré distintos horizontes,
			y así, seguramente, un día, moriré caminando
			y nada pasará,
			porque los violentos perfumes de mi cuerpo,
			cuando camino, son mis propias palabras
			y así, veo mi nombre volando en ese olor alucinado, 
			más allá de mi muerte,
			caminando. 
			
			    Hasta el jueves.                               
			
			
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